Con el rostro pintado con las formas tradicionales de su pueblo, Dotô Takakire, uno de los líderes de la etnia kayapó en las reservas Baú y Mekragnoti en el estado amazónico brasileño de Pará, no duda en infundir rotundidad a sus afirmaciones. “El Ferrogrão solo será construida si los kayapó somos consultados y si se cumple el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo [sobre los derechos de los pueblos indígenas]. Si no, habrá pelea por nuestra parte”, asevera.
Al igual que numerosos activistas y líderes indígenas, este hombre menudo y determinado cree que los indios de la Amazonía brasileña enfrentan una batalla crucial por su supervivencia como consecuencia de los planes del Gobierno de Jair Bolsonaro de impulsar la minería y la agroindustria en la mayor selva tropical del planeta. Pero la última de sus preocupaciones tiene nombre propio: el “tren del grano”.
Se trata de una vía férrea planeada para exportar más soja y maíz al mundo por medio de la cuenca del río Amazonas. Considerado como “estratégico” por el Ejecutivo de Bolsonaro, que este año planea licitar la obra y su explotación en régimen de concesión, ya es uno de los proyectos más polémicos en toda la región por los potenciales impactos socio ambientales. “Van a deforestar más para poder plantar más soja”, lanza Takakire.
El trazado del Ferrogrão, planeado casi como si fuera una línea paralela a la carretera BR-163, la única que corta de sur a norte Mato Grosso hacia la cuenca del Amazonas, no cruza ninguna de las dos reservas de los kayapó, pero sí pasará muy cerca. El principal temor de Takakire y los suyos es que se repita lo que sucedió hace algunos años con la construcción —y luego el asfaltado— de la BR-163, la ruta por donde transita hoy la producción de la agroindustria. Es decir, que el Ferrogrão estimule, como hizo en su época la carretera, la migración de más colonos y la presión por las tierras, lo que desembocaría según los expertos en deforestación y amenazas a pueblos indígenas. Para los kayapó, no hay duda, el Ferrogrão amenaza sus reservas y, por ende, su forma de vida.
El ministro de Infraestructuras de Brasil, Tarcísio Gomes de Freitas, no comparte esa visión. Como el propio presidente Bolsonaro, Gomes de Freitas considera el Ferrogrão un plan “revolucionario” para la industria agrícola del país, uno de los motores de la economía nacional que, ahora, debe aprovechar el viento de cola creado por la demanda ingente de carne y leguminosa procedente de China. “Es un proyecto del todo sostenible que bajará el coste del flete”, nos explica. “Tenemos un potencial inmenso para crecer [en la producción de granos], pero las áreas de expansión de producción están cada vez más distantes de la infraestructura actualmente instalada”.
Brasil es el gran beneficiado de la guerra comercial entre Washington y Pekín, que ha penalizado a los productores estadounidenses de soja. El pulso político entre los dos países ha provocado que los chinos —que deben importar el grano para alimentar a sus inmensas piaras— hayan sustituido buena parte de las compras de soja americana por brasileñas. En 2019, esas ventas sumaron más de 25.000 millones de dólares.
Brasil es el gran beneficiado de la guerra comercial entre Washington y Pekín, que ha penalizado a los productores estadounidenses de soja
El gigante sudamericano se ha convertido en pocos años en el mayor productor y exportador mundial de soja. El gran escollo para exportar toda esa producción es cómo llevarla a los puertos, pues el país depende del transporte por carretera, más caro y contaminante. “La ferrovía emite aproximadamente un tercio [del CO2] del transporte por carretera”, asegura el ministro.
No es la primera vez que Brasil se propone erigir un tren de mercancías cortando la selva para exportar materias primas. En 1982, todavía bajo el régimen dictatorial de los militares, el país construyó 892 kilómetros de vía férrea entre los estados amazónicos de Pará y Marañao para enlazar la región de Carajás, una de las más ricas del mundo en mineral de hierro, con el puerto atlántico de Punta Madera.
Más de tres décadas después, los resultados del tren de Carajás no pueden ser más ambivalentes: por un lado, los 35 trenes que circulan simultáneamente por la línea férrea —cada uno de 330 vagones y 3.3 kilómetros de longitud— suponen una infraestructura crucial para que Brasil exporte millones de toneladas de mineral de hierro al mundo e ingrese valiosas divisas para su economía; por otro, los atropellos de personas y de ganado, así como por su controvertido recorrido, que cruza decenas de poblaciones y las parte literalmente en dos, es un foco constante de polémicas.
Novo Progresso, el campo de batalla
La ciudad de Novo Progresso, donde se estudia la construcción de una estación del Ferrogrão, se sitúa en plena frontera agrícola de Brasil. En esta región colindan jungla monumental y áreas de monocultivo. La urbe, punto de encuentro de los kayapó con los colonos que llegaron en los años 1970 incentivados por la dictadura, que prometía “tierra sin hombres para hombres sin tierra”, se encuentra más o menos a la mitad del trazado.
Se percibe una constante tensión entre los que abogan por “el desarrollo” y los que defienden preservar la Amazonía, un recurso estratégico en la lucha contra el cambio climático. De hecho, la policía investiga aquí las actividades de grupos de madereros y granjeros que, envalentonados por el discurso de Bolsonaro contra los indígenas y la ecología, habrían creado un plan para pegarle fuego a áreas de selva el pasado verano, cuando los incendios de la Amazonía causaron indignación mundial.
El vicealcalde, Gelson Luiz Dill, sí recibe en su despacho. El alcalde, un polémico exbuscador de oro que acumula procesos en el ente ambiental brasileño (Ibama) por supuesta deforestación ilegal en reservas naturales, ha declinado conceder la entrevista. Para justificarlo, Dill critica la visión negativa que la prensa da de la ciudad, descrita habitualmente como típica del “salvaje oeste” por los homicidios violentos vinculados, no pocas veces, a la lucha por los recursos.
El 60% de la economía de este municipio de 25.000 personas depende, dice, “de la actividad de más de 5.000 buscadores de oro” que operan en los yacimientos esparcidos en la selva. “Pero en 10 o 15 años”, cuando las minas se agoten, el motor de crecimiento “será la agropecuaria”, asegura.
En Novo Progresso, parte de la población cree que las reservas Baú y Mekragnoti —que suman casi 6.5 millones de hectáreas por una población de apenas 1.500 habitantes— son un obstáculo al progreso presente y futuro. Prueba de ello sería la oposición de los kayapó al Ferrogrão. Es un discurso (el de que los indios impiden el desarrollo) que ha sido repetido sin tapujos por Bolsonaro y ha sido apropiado por los políticos y la élite económica en esta ciudad que le votó masivamente en las elecciones de 2018 (78% del total de votos fueron para el exmilitar).
“El indio no quiere más vivir dentro de la selva. Quiere convivir con la sociedad”, asegura Dill.
Se percibe una constante tensión entre los que abogan por 'el desarrollo' y los que defienden preservar la Amazonía
Los estudios señalan que las tierras de los kayapó, así como las decenas de reservas esparcidas por toda la Amazonía y que suman un millón de kilómetros cuadrados, son una muralla verde de contención a la deforestación. No solo registran los índices más bajos de destrucción de toda la selva. Los indígenas, con su activa protección y vigilancia de sus territorios tradicionales, también han sido fundamentales en revelar esquemas predatorios para apropiarse de tierras públicas por medio de arrasar la jungla. En Novo Progresso, los kayapó fueron quienes dieron la voz de alarma hace unos años para desarticular la que fue una de las mayores operaciones contra la criminalidad medioambiental que pretendía apropiarse de un área pública del tamaño de Manhattan.
Pero el discurso de Bolsonaro está también calando entre los kayapó, que temen una división interna ante las amenazas. “El dinero manda; el dinero compra, mata. A veces también compran a los indígenas”, admite Takakire.
En la reserva Baú, dos aldeas quieren romper el pacto tribal y permitir la minería de oro, que usa mercurio y contamina los cursos de agua donde los kayapó pescan para alimentarse. Un marco nada halagüeño para Takakire, que ve la Ferrogrão “como una preocupación muy grande”. “El dinero puede dividirnos y debilitar el liderazgo indígena”, dice.
Con todo, no se rinden. Desde la llegada de Bolsonaro al poder, el gran cacique Raoni Metuktire —también de etnia kayapó— ha sido una de las voces más activas para denunciar fuera de Brasil la amenaza para la Amazonía. Takakire también quiere luchar, pero con acciones. Promete montar “una aldea en el área del trazado [de la Ferrogrão] si no se respetan nuestros derechos”. Al más puro estilo de los movimientos de los Indignados o Ocupar Wall Street.
Unos 500 kilómetros al sur, en nuestra próxima etapa del viaje para comprender los impactos de China en la gran selva tropical, el Ferrogrão también genera inquietud. Pero no por sus efectos en tierra firme, sino en las que fueron y son las grandes autopistas de la región: los ríos.