Para comprender el pulso que se libra actualmente en la Amazonia brasileña entre preservación y destrucción no hay principio más elemental que el de frontera. Frontera entendida no como un confín o un límite, sino como un área de expansión y oportunidad en los términos definidos por el padre de este concepto, el historiador estadounidense Frederick Jackson Turner. Un El Dorado contemporáneo que debe ser conquistado por el pionero, quien está emplazado a generar bienestar para sí y para la nación con las exuberantes riquezas que allí aguardan.
La gran selva tropical del planeta y el extraordinario río Amazonas —el mayor y más caudaloso de todos— causaron fascinación en Occidente tras la conquista de América. Su majestuosidad hechizaba. Pero la inmensa selva y su entorno salvaje hacían de ella un territorio inasible, casi impropio al desarrollo humano. Y hubo quien lo intentó con ahínco, como Henry Ford, quien en 1928 erigió una ciudad-fábrica a orillas del río Tapajós donde producir caucho para sus automóviles. Dos décadas y decenas de millones de dólares después, tuvo que cerrar, en un ejemplo paradigmático de que la Amazonia era capaz de someter hasta al padre del industrialismo moderno.
Todo cambió con el golpe de Estado militar brasileño de 1964. El régimen, como tantos otros de su especie, impulsó un acelerado crecimiento económico para justificar la falta de libertades. La Amazonia fue entonces situada en el centro de una política de desarrollo de una magnitud sin precedentes. En menos de dos décadas, el Estado construyó miles de kilómetros de carreteras cortando la jungla, abrió ingentes minas para explotar yacimientos de oro y mineral de hierro y erigió presas para aprovechar el potencial hidroeléctrico de la cuenca amazónica. La punta de lanza de esta estrategia fue la “colonización” de la región. Primero, por medio de una migración masiva de campesinos procedentes de áreas densamente pobladas de Brasil, a quienes se les prometió un generoso pedazo de jungla a cambio de deforestarla y labrarla. A partir de 1974, la dictadura echó mano del capital y concedió a corporaciones como Volkswagen grandes extensiones de tierra y beneficios fiscales para convertir la selva en “productiva”.
“Tierra sin hombres para hombres sin tierra” fue el eslogan que galvanizó a buena parte de la sociedad. En adelante, la Amazonia no sería ya percibida en el imaginario colectivo como un lugar remoto y hostil, sino como un trampolín hacia la prosperidad, según el antropólogo Jeremy Campbell. “Bajo la dictadura y durante el largo [proceso de] apertura en que la democracia fue restablecida [1985], la Amazonia devino una frontera de desarrollo […] una terra nullius que pedía ser ocupada y desarrollada” (Conjuring Property, University of Washington Press, 2015).
El historiador John Hemming (Tree of Rivers, Thames & Hudson, 2009) calcula que la región pasó de 2 a 20 millones de habitantes entre 1960 y 2000 como consecuencia de este ciclo migratorio. Decenas de miles de familias que buscaban tierra, fortunas fulgurantes en minas como Sierra Pelada o empleos en la construcción de infraestructuras cargaron todas sus pertenencias en camiones y se mudaron en masa a las localidades y pueblos que crecían al borde de las nuevas carreteras. Este flujo de pioneros, tanto por su magnitud como por las escaramuzas que provocó la resistencia de los autóctonos a la invasión de sus áreas, recordaría a la conquista del Oeste americano del siglo precedente.
Si queremos salvar la Amazonia más nos vale escuchar —que no compartir— los argumentos de quienes allí habitan
Es precisamente sobre esta visión posibilista de la frontera que el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, nostálgico declarado de la dictadura, articula su política en la Amazonia. El suyo es un deliberado envite para fomentar un nuevo ciclo expansivo a través de la supresión de las cortapisas legales que protegen el medio ambiente y los derechos de los indios. Por eso defiende a ultranza a madereros clandestinos, acaparadores de tierra y mineros ilegales que contaminan con mercurio áreas que atesoran una biodiversidad única. A ojos de la ley son infractores, pero para Bolsonaro son “productores” maniatados por “la industria de la multa”.
Para el presidente brasileño, la legislación impide el progreso, sobre todo en lo que hoy es verdaderamente el último reducto de la frontera: las reservas indígenas. Con áreas que suman un millón de kilómetros cuadrados —es decir, la superficie de todo Egipto o poco menos que dos veces la de España—, las reservas y su imponente selva, colindante en muchas regiones a los monocultivos de soja, suponen una muralla a derribar, un límite que debe franquearse si Brasil quiere consolidar su estatus de coloso agrícola (ya exporta 95.000 millones de dólares de alimentos al año a más de 100 países).
No es una cuestión baladí, sobre todo en un planeta de población creciente y recursos escasos. Como la Constitución impide estas actividades en esas áreas, Bolsonaro esgrime el consabido argumento civilizatorio para tratar de que el motor del cambio sean los propios indígenas. Propone al otro —“cada vez más, el indio es un ser humano igual a nosotros”—guiarle hacia la prosperidad, adonde solo se llega abriendo las reservas, pues, en la lógica de la frontera, todo lo que no sea progreso es decadencia.
Los axiomas anteriores son de fundamental comprensión para entender por qué Bolsonaro arrasó en las elecciones de 2018 en buena parte de la Amazonia. No se trata solo de que las élites agroindustriales le apoyaran masivamente. Su discurso caló también con fuerza entre personas de clase media que migraron, prosperaron tras enfrentarse al peligro de los jaguares y la malaria, que se deslomaron con hachas y machetes para abrir palmo a palmo lo que hoy son dehesas y plantaciones de soja. Fueron incentivados por el Gobierno militar a deforestar y ahora perciben como una incongruencia que sean vistos como criminales ambientales.
Si queremos salvar la Amazonia, más nos vale escuchar —que no compartir— sus argumentos. No son negacionistas del cambio climático o antiecologistas recalcitrantes. Arguyen, por ejemplo, que ya hacen su parte en la lucha contra el calentamiento global, pues la ley obliga a agricultores y ganaderos establecidos en la Amazonia a conservar como reserva forestal un 80% de su propiedad (es como si el Gobierno solo le permitiera a usted hacer uso de un 20% de los espacios de su casa). Todo eso después de que Europa, Estados Unidos y, más recientemente, China arrasaran sin contemplaciones sus propios recursos forestales.
“Bolsonaro tuvo aquí el 79% de los votos. Si se vuelve a presentar, esperamos que tenga el 100%. Nos gusta mucho”, nos dijo Agamenon Menezes, presidente del Sindicato de Productores Rurales de la ciudad de Novo Progresso, en el Estado amazónico de Pará. Es precisamente en esta ciudad, enclavada entre reservas indígenas y parques naturales, donde la policía investiga uno de los mayores focos de los incendios que provocaron estupefacción el verano pasado.
El mantra que se repite en la pequeña e inhóspita Novo Progresso es uno común en la frontera: los indios no producen nada; nosotros somos el progreso. Un progreso que, por si fuera poco, tiene hoy un mercado garantizado con nombre propio: China. Destino de un tercio de las ventas brasileñas de alimentos o más de 30.000 millones de dólares por año, el gigante asiático es el socio perfecto: tiene un hambre voraz de commodities y no hace preguntas incómodas sobre ecología o derechos indígenas. A la dictadura china poco le importa que el 20% de la selva amazónica haya sido ya arrasada.